Los libros de texto apilados sobre mi escritorio eran un recordatorio constante de la meta: terminar la carrera. Pero la realidad, la de cada día, era que esos libros se financiaban con algo mucho más impredecible y, a menudo, caótico: el cuidado de niños. Durante años, mi vida en A Coruña ha sido un constante equilibrio entre las clases en la universidad y los patios de colegio, entre los apuntes y los dibujos a crayola.

Empecé casi por casualidad, buscando algo flexible que me permitiera compaginar los horarios de mis estudios. Pronto me di cuenta de que ser cuidadora infantil no era solo «vigilar» a los niños; era una responsabilidad inmensa y, sorprendentemente, una fuente inagotable de aprendizaje. Mi «oficina» cambiaba casi cada semana: a veces era un piso acogedor en la zona de Riazor, con vistas al mar, otras un adosado en las afueras, en El Burgo o Santa Cristina. Cada familia, un mundo; cada niño, una personalidad por descubrir.

Mis jornadas variaban. Podían ser unas pocas horas por la tarde, ayudando con los deberes y preparando la cena, o mañanas enteras de fines de semana, llevando a los pequeños al parque de Santa Margarita o a correr por el Paseo Marítimo, esquivando las gaviotas y el viento típico coruñés. Recuerdo especialmente a los hermanos Marcos y Sofía, de ocho y cinco años. Con ellos, aprendí la paciencia infinita, el arte de la negociación para que se comieran las verduras y la capacidad de encontrar magia en la cosa más simple, como una ramita caída o la espuma del mar.

No todo era fácil. Hubo días agotadores, donde después de horas de perseguir a un niño en el parque o de consolar un berrinche, solo quería caer rendida. Llegar a casa, cenar algo rápido y ponerme con un trabajo universitario hasta altas horas de la madrugada era la norma. Mis amigos salían, disfrutaban de la vida universitaria sin preocupaciones económicas, y yo sentía a veces la punzada de perderme experiencias. Pero cada vez que recibía la transferencia que me permitía pagar la matrícula o comprar un nuevo libro, sabía que valía la pena.

Ser cuidadora infantil A Coruña me enseñó más que cualquier asignatura. Me dio resiliencia, empatía y una perspectiva única sobre la vida familiar. Vi la alegría pura, pero también la frustración y la vulnerabilidad. Aprendí a escuchar de verdad, no solo las palabras, sino también los pequeños gestos. Y, sobre todo, me dio el orgullo de saber que estaba construyendo mi futuro con el sudor de mi frente, un euro ganado con cada sonrisa infantil y cada cuento contado. A Coruña, con sus luces y sus sombras, sus días grises y sus cielos expectantes, fue el telón de fondo de esta etapa vital, una que, sin duda, me ha marcado para siempre.